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ACCIONES DIRECTIVAS Y COMUNICACIÓN INTEGRAL


Les compartimos en este material el contenido del ebook gratuito de Carlos Llano Cifuentes llamado “Acciones directivas y comunicación integral”.

  

Pueden leer y descargar el ebook  o encontrar más publicaciones de Carlos Llano en Carlos Llano Cifuentes - Wikipedia, la enciclopedia libre. Invitamos a cualquier persona de empresa a que tenga como lectura indispensable la producción literaria de este excelso autor y filósofo como fundamentos para el quehacer en las empresas con un sentido humano profundo.

 

 

Acciones directivas y comunicación integral

Autor Carlos Llano Cifuentes

RESUMEN DEL EBOOK: 

“El triángulo que sostiene la confianza en la convivencia entre las personas, dentro y fuera de la organización, se compone de la veracidad (decir lo que se piensa); el compromiso (vivir lo que se dice), y la integridad (vivir como pensamos). Las actividades directivas primordiales: diagnóstico, decisión y mando, se perfeccionan por cualidades propias del hombre que dirige la empresa. La integridad es un aspecto fundamental para realizar cabalmente dichas acciones directivas. La comunicación integral es el rasgo derivado del ser íntegro de aquel que la ejerce.”

                                                                                                                                                             


I.   Acciones directivas


En el estudio del liderazgo se considera al gobierno nuclearmente como dirección de personas. La dirección, vista desde la mayoría de sus diversas ópticas posibles, incluye tres funciones, al menos, que corresponden a los tres objetos hacia los que polarmente se orienta: la situación, la meta y los hombres para alcanzarla, objetos a los que corresponden sus acciones esenciales: el diagnóstico, la decisión y el mando. El tema de nuestro artículo


se enfoca en las tres actividades principales de la dirección, desde la perspectiva de la integridad del líder y su consiguiente capacidad de comunicación con el resto de sus colaboradores.


Comencemos por lo primero, a saber, el estudio de las acciones directivas, para luego abordar una característica del líder, y de los subordinados que lo acompañan o lo siguen, como la integridad, que debe permear a todas estas actividades.





a) El punto de partida de la acción directiva es el diagnóstico de la situación en la que la organización se encuentra hic et nunc, aquí y ahora.

b) La dirección debe asumir, en segundo lugar, la decisión de la meta, objetivos o finalidades, a los que podría aspirar, definida la situación en el diagnóstico.

c) En tercer lugar, la acción directiva debe llevar a cabo el mando de los hombres, para que se ejecute lo que debe hacerse (sea por mí mismo o mediante los demás), a fin de lograr lo que hemos decidido conseguir. Es en esta instancia donde la integridad del líder se trasmite hacia los demás, si éste es en verdad confiable.


Diagnóstico, decisión y mando son las tres funciones insustituibles que corresponden a toda acción directiva para que pueda recibir este nombre: a) determinar en dónde estamos; b) definir los objetivos, y c) mandar a los hombres –y a mí mismo– para lograrlos.


La función directiva no queda monopolizada en o por las personas de los directores, sino que el trabajo, incluso el más operativo (aquél cuyas reglas están totalmente fijadas y sus resultados son predecibles), incorpora dentro de sí la dimensión directiva de su trabajo.


Ello quiere decir que toda persona de la organización se ve precisada, en alguna medida, a diagnosticar, decidir y mandar. No siempre todos al mismo tiempo deben hacer el diagnóstico, tomar la decisión y mandar la orden.


Casi nunca sucede que todos los componentes de la organización concurren participativa o simultáneamente en un acto común directivo determinado, ejerciendo estas tres funciones. Pero esto no impide que siempre, en cada trabajo individual, la persona deba diagnosticar la situación en que se encuentra su trabajo, definir los objetivos y metas del mismo – concretando, superando o rebajando las metas señaladas por los directivos–, y mandar la ejecución correspondiente –sea a sus subordinados, si los tiene, sea a su propia persona, si carece de subordinados o necesita operar conjuntamente con ellos–.


De lo anterior extraemos una conclusión importante: si la comunicación inhiere primitivamente en cada una de las funciones directivas, y si éstas se hallan diseminadas a lo largo de toda la organización, a lo largo de toda ella debe diseminarse también el comportamiento íntegro del líder y de quienes lo acompañan. Nada constituye un obstáculo más grande para una institución como el orgullo personalista. Dicho positivamente, nada es tan productivo como la presencia de la integridad en todos los niveles y ramos de la organización.


Llegamos así a una conclusión de las humanidades clásicas, especialmente a partir del cristianismo, en el sentido de que, faltando la actitud íntegra (muy relacionada con la humildad), se elimina la condición de posibilidad para toda virtud, pues se encuentra en la base de cada una de ellas.


1.  Diagnóstico


El diagnóstico es el primer paso de las acciones directivas en su conjunto. Para dirigirnos hacia donde debemos o queremos ir, es inexcusable saber en dónde estamos. Este saber es el diagnóstico. Diagnóstico etimológicamente es un término que significa ver claro o conocer a través de, y en su uso se encuentra también emparentado con “introducción”. El diagnóstico sería, pues, un saber introductorio, que vendría a referirse a conocer la situación de la que debemos partir: ¿en qué situación nos encontramos? Ésta es la cuestión que trata de resolver el diagnóstico.


Nuestro punto de partida tiene dos importantes dimensiones, que denominamos con la “y” conjuntiva: el conocimiento sobre cómo son las circunstancias exteriores en que me encuentro, y el conocimiento de cómo me encuentro yo en esas circunstancias. Aquí lo importante es el “y” que relaciona y distingue al mismo tiempo al yo de las circunstancias, y a las circunstancias del yo. Esta manera de enfocar el diagnóstico resulta deudora de la visión vitalista del sujeto presentada por José Ortega y Gasset con su célebre: yo soy yo y mis circunstancias. Todo diagnóstico bien hecho, pues, debe incluir dos campos del conocimiento, claramente distintos y, a la vez, extremadamente vinculados: 1) Las circunstancias del yo, y 2) El yo de las circunstancias.


El primer campo de ese saber que denominamos diagnóstico son


precisamente las circunstancias externas que nos rodean. El segundo es el conocimiento del propio yo dentro de esas circunstancias. Como se trata de un conocimiento, su característica esencial es la de la objetividad: ver las circunstancias y el yo en la situación real en que se encuentran, sin deformarse por otros factores ajenos al puro conocimiento. La ausencia de objetividad es el error. Pero, además, por tratarse de un conocimiento en orden a la acción, que tiene aquí su punto de arranque, y de un conocimiento en orden del propio yo que debe actuar, la objetividad resulta muy frágil.


En todo aquello que nos concierne, porque nos afecta y porque afecta a nuestras acciones, existe el peligro de la subjetividad, esto es, del error. Resulta evidente que en el diagnóstico del punto de partida, un error en la situación de arranque, tendría consecuencias a veces irremediables en las acciones que habrán de partir tomando como punto de inicio una realidad equivocada.


Si la objetividad respecto de las circunstancias exteriores que me afectan es difícil de lograr, pues debo verlas como en realidad son y no en su peculiar o subjetiva relación conmigo, la objetividad respecto de mi propio yo encuentra dificultades aún mayores, hasta presentársenos como algo irrealizable: parece imposible que el yo mismo objetive lo que es definitivamente subjetivo, vale decir, el mismo yo. Para ello es necesaria la virtud de la humildad.


2.  Decisión


La acción directiva comienza en una primera etapa imprescindible: el diagnóstico de la situación, el punto de partida. Las cualidades fundamentales que esta etapa exige del director son la objetividad (cómo se encuentran las circunstancias actuales) y la humildad (cómo me hallo yo).


Hecho el acto del diagnóstico con objetividad y humildad, le corresponde al director señalar el sentido al que deben orientarse sus acciones futuras. La decisión es un acto directivo por excelencia (aunque no el único). El director debe señalar el sentido hacia donde han de orientarse las acciones futuras. Pero sería más propio expresarse pleonásticamente así: corresponde al director señalar la dirección a la que deben dirigirse sus acciones futuras. Este señalamiento o indicación de las acciones (propias o ajenas) a emprenderse, es la dirección misma. La decisión es, pues, un acto antonomásicamente directivo.


La decisión tiene por objeto una meta que, en el momento de decidir, no existe. No puede exigirse en ella la objetividad requerida para los hechos ya existentes que son definidos en el diagnóstico.

Además de no existente, yo soy quien la decide. Así como no puedo decidir los hechos, sino admitirlos como dados (en lo que consiste la objetividad del diagnóstico), la meta a alcanzar no debo considerarla como dada. Es diversa del yo, porque éste no la posee, pero es sin embargo subjetiva, porque soy yo, es


decir, el sujeto, quien la decide. Como se puede apreciar, en esta acción el yo tiene un peso específico prevalente, a diferencia del diagnóstico en el que, si quiere estar bien hecho, si quiere ser objetivo, debe ponerse al yo entre paréntesis. Este acto humilde del yo no es requerido por la decisión, aunque se requieren otros, como la magnanimidad y la audacia.


Pero la meta no sólo implica ser diversa del yo que se la propone, aunque la proposición dependa de él. Exige, además, de alguna manera, que sea superior a él. De no encontrarse en un rango superior ¿qué ganará con alcanzarla?, ¿qué provecho tendría nadie al aspirar a algo que, consiguiéndolo, lo dejase en su misma condición presente o lo degradase de su presente condición?


3.  Mando


Una vez tomada la decisión, las acciones directivas asumen otra actividad diversa, sin la cual el diagnóstico y la decisión quedarían totalmente truncos. Por la supremacía que la inteligencia (con la que elaboramos el diagnóstico) y la voluntad (con la que tomamos la decisión) tienen sobre las demás potencialidades humanas, parecería que la ejecución de lo decidido constituye una etapa directiva de rango inferior.


Deseamos salir al paso de este equívoco. Dirigir no es sólo señalar o indicar a dónde debe encaminarse la organización. Por importante que ello sea, resultaría pretensión inútil, y hasta ridícula, si la organización no se pone en


marcha. Lograr que la empresa entera se ponga en camino hacia la meta fijada es, precisamente, lo que llamamos mando.


De entre los tres grandes menesteres de la dirección (diagnóstico, decisión y mando), es al mando al que puede atribuirse más propiamente el del liderazgo, como acción prototípica del líder. Gracias al mando, el director logra no ya simplemente ser seguido, como muchos interpretan el acto nuclear del liderazgo, sino que los demás marchen con él, expresión más acertada para indicar lo que verdaderamente se ha de entender acerca de la capacidad del líder. Gracias, pues, al mando, se logra la ejecución de lo que se decidió, a partir del punto de partida (marcha, camino) fijado en el diagnóstico.


Gracias a la ejecución se hace realidad lo que se ha pensado y decidido. Hasta que aquello –lo decidido y pensado– no se transforme en realidad, lo anterior, además de quedar inconcluso, resulta una tarea meramente inútil y estorbosa. Una decisión que no se cumple es un acto banal inservible: una pérdida de tiempo. Conocemos muchas personas inteligentes que detectan con exactitud y acierto la situación existencial en que ellos y sus circunstancias se hallan; y que son firmes y arriesgadas para tomar las decisiones a partir de aquellas circunstancias; pero que, paradójicamente, resultan ineptas a la hora del desenvolvimiento real de aquello que fue planeado.


A muchos de los directivos a los que se les ha invitado a dejar su puesto, el cese


se debió no a una deficiente estrategia del negocio –algunos siendo verdaderos genios en ese nivel– sino a una ejecución inepta: no sabían mandar y mandarse, de manera tal que la organización se moviera a lo largo de la línea previamente trazada.


En segundo lugar, puede hablarse de muchos directores que poseen en alto grado las cualidades de objetividad, humildad, magnanimidad y audacia

–que les son útiles para llevar a cabo un diagnóstico objetivo y tomar una decisión certera–, y carecen, sin embargo, de aquellas otras cualidades precisas para la ejecución y el mando, las cuales son diversas de las primeras.


El mando implica dos modalidades que se encuentran no ya unidas sino entrelazadas, a tal punto que parecerían identificarse. No obstante, para muchos se trataría de dos géneros de acción diferentes y aún opuestos. Acabamos superficialmente de apuntar tales actividades: mandarse y mandar. El señorío o dominio que se requiere para conducir hacia la meta a las personas que me han sido confiadas, o con las que trabajo, es de igual género que el señorío o dominio necesitado para conducirme yo mismo a esa propia meta.


Es usual que el líder tenga confianza en sí mismo con más seguridad que la que tiene respecto de los otros: mandarme a mí es más fácil –y tiene más visos de eficacia– que mandar a los demás. No nos encontramos de acuerdo con esto.

¿Por qué razón me he de tener más confianza a mí mismo? ¿Acaso los demás


valen menos que yo, aunque sea en la confianza? Yo sé de mí mismo que no soy confiable. Son muchas estadísticamente las ocasiones en que no me obedezco a mí mismo, en que claudico en mis propósitos, en que no me esfuerzo cabalmente en el logro de mis decisiones. No existe, que sepamos, ninguna razón objetiva en la que podemos fundamentarnos para pensar que los demás son menos dignos de confianza, menos confiables que yo; o, dicho de otro modo, no me puedo mostrar un motivo por el cual pueda conjeturarse que yo soy más digno de confianza que los demás que trabajan conmigo. ¿Cómo puedo asegurar que mi confiabilidad respecto de mí mismo es de mayor rango que el de la confiabilidad de los otros tienen respecto de mí?


Pensar que yo soy más digno de confianza –respecto de mí mismo– que aquellos que trabajan conmigo, sin una prueba fehaciente de ello, de la que carezco, es una flagrante falta de integridad. Me atrevería, ante esto, a afirmar que, entre mis muchos coetáneos, ha de haber con seguridad múltiples personas más confiables que yo –de cuya precaria confiabilidad soy consciente–.


Existe una obvia diferencia entre el mandarme y el mandar a. En el mandarme el destinatario soy yo mismo; en el mandar a, el mando se destina a otros sujetos distintos de mí. No obstante, puede decirse que aquél que es incapaz de tener dominio sobre sí lo es también para tener dominio o peso sobre otros. Suponer lo contrario es una


de las más lamentables equivocaciones del jefe. Los actos requeridos para el dominio de mí son del mismo género y dificultad que los que necesito para mandar a otros, aunque de diversa especie, por el hecho ya señalado de que el destinatario del mando es diverso.

Pero el mando como tal, es el mismo.


Allí donde debo indicar que se dirijan los otros, allí también debo ir yo también. Todos tenemos la experiencia de que nos rebelamos contra nuestros propios mandatos con mayor ímpetu que aquél con el que resistimos el mando de otros; y, a la par, igual que aquéllos que reciben los mandatos míos. El dominio de sí tiene una casi total conmensuración con el dominio a los demás.


II.   Comunicación integral


Hemos tratado las tres principales acciones directivas: el diagnóstico de la situación, la decisión y el mando, en donde se incluye siempre la comunicación, la cual abordaremos ahora por una razón primordial: la integridad se inserta en esas cualidades en cuanto factor esencial de ellas1. La objetividad del diagnóstico y la magnanimidad de la decisión, se complementan con la comunicación integral o confiable. Por su parte, uno de los rasgos primordiales del carácter humano es el de ser social, de tal manera que la comunicación confiable respecto de los demás (de quienes trabajan conmigo, en la empresa, en la familia, en la escuela, y en la sociedad generalmente tomada) facilita el


liderazgo de manera poderosa, porque nos orienta hacia la colaboración más que a la competencia, por mucho que se haya privilegiado a esta última en la sociedad contemporánea. (Llano, 2000b) El hacer empresa requiere confianza.

Sin confianza no se sabrá hacer “empresa”, sino sólo negocios.


Fukuyama ha tenido el acierto de llamar capital social a la confianza en las organizaciones, y ha señalado también la importancia de dicho capital por encima del capital financiero (Fukuyama, 1996). Hay organizaciones monetariamente prósperas, pero quizá por un breve plazo, al tener un déficit de capital social, de confianza entre sus componentes y su relación con otras organizaciones.


La confianza es un caso prototípico de la buena comunicación, porque se da con ella el claro fenómeno de la mutualidad: para que tus colaboradores te tengan confianza tú debes tenerla con ellos. Es inútil la discusión acerca de quién ha de dar el primer paso, asunto debatido –inútilmente– no sólo en la relación entre el huevo y la gallina, sino también en las teorías de la organización; porque la confianza de los otros en mí no se encuentra en mis manos, pero, en cambio, sí se encuentra en ellas, a mi disposición, mi confianza hacia los otros. Está claro que soy yo el que debo de empezar.


El proceso, en efecto, de la comunicación confiable inicia con la integridad de la persona. El director debe ganarse la confianza de aquellos


que han de trabajar con él. Esto es válido e indiscutible, tanto si los demás han de seguirlo –según lo propone Miller– como si yo debo marchar con ellos, como lo hemos propuesto nosotros (Miller, 1990, 151). Ni me seguirán, ni podrán marchar conmigo, ni yo podré comunicarme con ellos, si no me gano su confianza. Parece ser que el acto de ganar la confianza se centra, tanto en la manera de ejercer el acto, como en la persona de aquél cuya confianza debo ganarme. Se trata de verdades prácticamente admisibles: debo actuar de manera tal que inspire, aliente, merezca la confianza: y la persona a la que quiero ganar debe tener la nobleza subsiguiente para dejarse ganar por mí. Pero estas admisibles e indiscutibles propuestas no han de dejar a un lado lo principal. Lo principal para ganar la confianza de alguien no es ni el cómo son mis acciones ni cómo son los demás. Lo principal no está ni en mis acciones ni en los destinatarios de ellas, sino en mi propio ser: ser digno de confianza.

Sin ello, fracasa todo el pretendido proceso de arrastre (en caso de que se haya dado en algún momento la chispa de encendido que lo puso en marcha), porque se derrumba todo proceso de comunicación. La comunicación bien entendida es, en efecto, la transparencia del propio yo.


Para Miller se es digno de confianza cuando se actúa con integridad (Miller, 1990, 151). La contundencia de tal propuesta, con la que no podemos menos que estar conformes, implica, no obstante, una seria dificultad. El problema de mi liderazgo se encuentra


–al menos inicialmente, como primer escalón de una empinada escalera– en la integridad personal.


¿Qué significa para nosotros el ser íntegro? Es evidente que no podremos contestar esta pregunta íntegramente, pero podremos hacerlo reduciendo nuestro análisis a aquellos aspectos que guardan una vinculación más estrecha con el ser humano completo, único que es capaz de ejercer lo que llamamos liderazgo. Ser líder strictu sensu no deriva de una técnica o de una hábil manera de hacer: es una cualidad encarnada en lo más profundo de la persona.


La integridad, en uno de sus sentidos más propios, es el atributo que corresponde a la persona que actúa de acuerdo con lo que piensa. No obstante, esta sencilla afirmación encierra una estructura más compleja, en medio también de su sencillez, que conviene ahora poner al descubierto, en el entendido de que la confianza es la piedra del arco del liderazgo, y no seremos dignos de ella sin integridad.


El actuar humano, en cuanto tal, comienza con el pensamiento. La característica principal, si no única, del pensamiento, es la objetividad.

Conocer algo es situarse en estado del pensamiento objetivo, vale decir, de aquél que piensa las cosas como son. Éste es un aspecto embrionario de la comunicación integral, pues constituye el inicio de la relación con ella, aunque no la constituya en sí. Prueba de esto es que quien no piensa las cosas como son


decimos que se equivocó, pero no que necesariamente le falta integridad. Lo opuesto a la objetividad es el error. El trazo completo, pues, de la integridad y la comunicación comienza con una simple figura:


Como el hombre –repetimos– es un ser social, el pensamiento se trasluce al exterior, mediante la palabra: diríamos que se encarna en ella. Cuando el hombre dice lo que piensa, y como lo piensa, se encuentra en ese estado que llamamos verdad, que es ya un elemento constitutivo del hombre íntegro. A quien no dice las cosas como las piensa le llamamos no ya equivocado, sino mentiroso. La mentira es la primera y más grave falla para que se dé un hombre cabal. La mentira se diferencia del error: la primera relaciona el pensamiento con la palabra; el segundo, con la realidad. La figura de la comunicación se continúa, entonces, de esta manera:


Es la palabra la primera acción externa intelectual del hombre, la primera salida del intelecto al exterior. Pero a ella siguen de manera necesaria otras acciones. Precisamente del hombre que actúa como ha dicho que lo iba a hacer, quien cumple lo que promete, se dice que es un hombre íntegro, internamente indivisible. Sus palabras y sus acciones no se encuentran disociadas. Quien cumple lo que promete encierra dentro de sí esa armonía plena que se llama hombre de una pieza, y es el sentido más inmediato del homo integer latino, opuesto al repliegue y a la doblez.



El hombre íntegro es aquél de quien los demás saben a qué atenerse. Es un hombre de palabra. Ya se ve que la integridad y la verdad se encuentran estrechamente unidas. La primera avala a la segunda. Si soy mentiroso, si no digo a los demás las cosas como las pienso, difícilmente actuaré conforme a mi palabra, que ya en su misma constitución es falsa. Pero ser cabal y veraz no necesariamente es lo mismo. Puedo decir lo que pienso como lo pienso –soy veraz–, pero a la hora de mi conducta soy débil: no me atrevo a cumplir lo que había prometido; me encuentro en dificultades personales para el cumplimiento de mis promesas y claudico ante aquéllas. El cumplimiento de la palabra se erige como una condición indispensable para la existencia de la sociedad en general, y de los negocios en especial. Diríamos que lo es aún más para la existencia del liderazgo. Nos encontramos imposibilitados para confiar en una persona que no guarda su palabra, y esta misma imposibilidad aparece ante quien no dice lo que piensa. El incumplido, pues, y el mentiroso, se encuentran ante la ineptitud de poderse ganar la confianza de nadie. No existe sistema monetario, procedimiento de relaciones públicas o técnicas psicológicas que pongan remedio a esta incapacidad del ser humano. Nuria Chinchilla dice con fundamento que “no es posible vivir en una esquizofrenia constante” (Chinchilla, 1999, 124).


En la cultura de cualquier organización han de encontrarse reselladas estas convicciones: cumple aquello que prometiste; o su versión negativa, aunque tal vez más realista: no prometas aquello que no estás seguro de poder cumplir. El incumplimiento que choca de bruces con la comunicación incorrupta es sobre todo no el de aquél que se halla impedido a hacer lo que dijo, por obstáculos insospechados en el momento de la promesa, sino el de


aquél cuyo incumplimiento tiene su origen en la falta de entereza personal para llevarlo a cabo. En el primer caso más que falta de integridad se puede hablar de falta de cuidado, de reflexión, de precisión. Por ello, nos atrevemos a decir que el imprevisto padece ya, aunque de alguna manera, de falta de integridad. El que se encuentra a la cabeza de una organización debe prever la posibilidad factual de hacer las cosas, antes de prometer que las hará. Es distinta la falla de quien no se levanta a la hora prometida porque no tuvo la precaución de poner a tiempo su reloj despertador, de quien no se levantó a tiempo por pereza. Pero tampoco tiene integridad –no es un hombre completo, íntegro– ante los demás el que no pone todo lo que está de su parte para cumplir lo prometido; el que descuida que su reloj funcione.


Algo semejante ocurre en el error. Quien se encuentra a la cabeza de un grupo no puede considerar intrascendente el equivocarse. De ahí la importancia del consejo de Tom Peters, quien, aunque no lo destina a los líderes, bien puede valer para los jefes de la organización: no deben sólo ser confiables, sino presentarse –que es una forma de venderse– como tales: “Nunca prometas más de lo que puedes cumplir” (Peters, 2003, 16).


Falta aún en nuestro diseño una pieza. El hombre pleno, en el sentido que acabamos de dar a tal calificativo –hombre completo– ha de cerrar cohesionadamente su círculo vital; es decir, aquél que comienza por el pensamiento de la realidad y termina en el compromiso de la palabra. A esto podría denominársele comunicación completa. En este círculo se dan varias fases constitutivas, y cada una de ellas ha de tener la concordancia requerida para la integridad del hombre.


 

 

-realidad-pensamiento

Que da lugar a la concordancia o discordancia de la objetividad y el error

 

 

-pensamiento-palabra

 

Cuya concordancia es la verdad, y la mentira su discordancia.

 

 

-palabra-conducta

Si hay concordancia, hay integridad; en caso contrario, incurrimos en doblez.


Hay una última fase de la comunicación cabal que cierra el circuito: la concordancia de la acción con el pensamiento que llamamos unidad de vida, y su discordancia, que recibe el nombre de incoherencia vital.



No podemos dejar de decir que la unidad de vida constituye al hombre como tal: vivir como se piensa, pensando con verdad. Pero, en orden al liderazgo, es posible –sólo posible– que las consecuencias de la mentira resultaran de menor gravedad, ya que muchos pensamientos no son patentes a los demás, y en cambio las palabras sí. No obstante, la incoherencia vital genera tal problema interno, tal esquizofrenia interior, que nadie sin unidad de vida habría de atreverse a sustentar una jefatura (Llano, 1993, 33).


Esto ya lo sabemos; pero, dada la flaqueza humana, es preciso tenerlo presente en cada uno de nuestros actos como líderes. Empleando una expresión sajona, el hombre de empresa no contaría con el checking list más importante, el cual, de modo esquemático, sería el siguiente:


No podemos incurrir en el lirismo ilusorio de pensar en líderes perfectos, para que lo sean. La confianza no viene producida sólo por una comunicación plena, ni aunque cuente con sus cuatro fases necesarias.


 

Objetividad

En la relación de la realidad con el pensamiento.

 

Verdad

En la relación del pensamiento con la palabra.

 

Integridad

 

En la relación de la palabra con la conducta.

 

Unidad de vida



Estas cuatro fases de la comunicación integral se encuentran empapadas por esa actitud humilde que se expresa prototípicamente con el sometimiento:




de nuestro pensamiento a la realidad; de nuestra palabra a nuestro pensamiento; de nuestra conducta a nuestra palabra; de nuestra conducta, en fin, a nuestro pensamiento.


El hombre egoísta, que quiere ser el ególatra –“idólatra”– dueño y señor de sus actos, que no desea someterse a las reglas básicas de la conducta humana ut talis, es detectado enseguida, por sutiles que sean sus habilidades, como un hombre al que le falta la más elemental plenitud: un hombre que necesita

re-integrarse por medio de la humildad, es decir, con la práctica del sometimiento: no persigamos que el pensamiento, la palabra y los actos de nuestra vida estén pendientes de nuestro yo.


Pero la confianza no se tiene sólo a quien es ya perfecto íntegramente o a quien posee de modo perfecto la plenitud. No podemos pedir esto a un hombre normal, ni tampoco a un supuesto líder. Lo que sí se le debe exigir, y de manera apremiante y perentoria, es que luche por llegar a ser ese hombre de una pieza que todos le pedimos para que llegue a ser confiable. Se gana nuestra confianza no el que resulta impoluto e impecable: como la nieve, más que atraer por su brillo repele por su frialdad. Es confiable quien comparte con nosotros la lucha por ser digno de nuestra confianza. No lo será, pues, aquél que oculte sus errores, sino el que manifieste sin desdoro ni vergüenza el modo rápido y fuerte que posee para rectificarlos: sabemos así qué es lo que haría con los errores nuestros. No es hombre completo sólo el que


nunca falla, sino el que pide perdón cuando lo hace.


Como se ve en nuestro elemental esquema, el punto polar del liderazgo se encuentra en la confianza, y ésta en la integridad, definida aquí por nosotros como la coherencia que ha de tener lugar entre nuestras obras y nuestras palabras. No significa ello que los demás factores constitutivos de la comunicación, tal como los hemos expresado, no aporten elementos sustanciales a la integridad humana.

Aventuramos, sí, la hipótesis de que la concordancia entre nuestra conducta y nuestra palabra, el cumplir lo prometido y el prometer lo que se tiene intención y capacidad de cumplir, nos ayuda a intuir en la persona la existencia de sus demás factores integrales, como vemos curiosamente en el cálculo integral matemático, gracias al que conocemos factores desconocidos de un todo, a partir de uno de ellos que sí conocemos. No en vano llamamos íntegra a aquella totalidad en la que se ensamblan con coherencia todos sus componentes.


Hay promesas implícitas. De quien se encuentra al frente de una organización se asume que se halla acorde con su misión o su finalidad. La integridad requiere que sus acciones sean consonantes con esos objetivos, metas, finalidades o misiones de la organización. En caso de no serlo, debe dar a conocer el motivo de esta momentánea, real o aparente desviación. Sabemos de una empresa importante a nivel mundial, que cuenta con la valiosa costumbre de comunicar


las razones o motivos por los que una determinada orden parece ir en contra de las metas aceptadas, o en contra de las políticas establecidas para alcanzarlas. Las razones podrán ser más o menos convincentes, pero, en cualquier caso, deben comunicarse: sólo así se restauraría la integridad, en el caso de que ésta se haya erosionado, aun levemente. Pero lo más significativo de esta empresa es el establecimiento de una norma por la que el subordinado está autorizado para y aún obligado a preguntar la razón que se encuentra en la base de esa orden. Ello no supone en modo alguno una discordancia con la autoridad, sino, al contrario, una vigilante salvaguarda de los objetivos y políticas que fueron en un tiempo aprobados por todos. Esta costumbre vivifica la filosofía de la empresa, al grado de evitar que las finalidades decididas sean letra muerta, sino que deben tenerse en cuenta: ello es un modo inmejorable de cuidar la organización y la vigencia de la autoridad. Sólo con integridad podremos saber a qué atenernos.


Hemos visto que la comunicación, en cuanto tal, exige de nosotros ese alto atributo humano de un hombre completo o pleno: es este atributo de la integridad, y no otros procedimientos y técnicas, el que se gana la confianza de todos.


Pero no debemos quedarnos cortos, porque así como la comunicación implica varias fases que le son constitutivas, la empresa, institucionalmente, tiene al menos


cuatro finalidades (Llano, 1979, 225):


•      La creación de riqueza o valor añadido.

•      El servicio a la comunidad social en que se desenvuelve.

•      El desarrollo de las personas que en ella trabajan.

•      El mantenimiento de una continuidad duradera.


Pues bien: cualquier persona que ocupe un puesto en sus cuadros directivos, asume, por ese sólo hecho, la responsabilidad de aceptar y conseguir estos cuatro fines institucionales, además de los que específicamente cada empresa haya determinado para concretarlos.

Una actitud íntegra es la de aquella persona que se impide a sí misma ser director de una organización en la que no se consiguen esas finalidades, o no se está dispuesto a practicar los cambios necesarios para conseguirlas. La falta de hombría es entonces primordial y básica: pues no es hombre pleno quien está trabajando como director de una empresa que no lo es. El cumplimiento, al menos, de estas cuatro finalidades institucionales es, por otro lado, la principal responsabilidad social de la empresa. No puede ser íntegro quien es socialmente irresponsable, quien trabaja careciendo de un capital social mínimo.


En palabras de un líder mexicano, la integridad “trata de que el personal a todos los niveles se involucre en las finalidades de la empresa, como si fueran propias: participan en el proyecto, en esa aventura que es la empresa, en la medida en que esté a su


alcance. Hay que conseguir que quienes trabajan en la empresa puedan aportarle su imaginación, su iniciativa, su entusiasmo” (Servitje, 2003, 2).


La integridad del líder se reduplica en aquellos con quienes trabaja. Así es como se introduce en la empresa el sentido humano...: vivificando las relaciones de jefes y colaboradores y del personal entre sí, con el respeto que cada uno merece, impregnándolos de un estricto sentido de respeto y mutua confianza y aun impulsándolos con la estimación y afecto que debemos tener


al prójimo de nuestra vida de trabajo: nuestros empleados, nuestros compañeros, nuestros jefes (Servitje, 2003, 2).


La mutualidad de la confianza es lo que más nos anima a que la confianza sea inspirada; con ella vienen a la organización muchas cosas buenas, que de lo contrario estarían ausentes.

Limitémonos ahora sólo a una de ellas: el respeto. Toda persona es digna de respeto, pero más lo es si esta persona es completa: para ella, el respeto y la confianza marchan paralelas.


 

 

 

Notas

1 Ver por ejemplo, (Llano, 1990); (Llano, 1994); (Llano, 1997); (Llano, 2000a); (Llano, 2000b); (Llano, 2001); (Llano, 2004).

 

 


BIBLIOGRAFÍA


CHINCHILLA, N. et al. (1999). “Liderazgo Personal”, en Paradigmas del liderazgo. Claves de la dirección de personas. Barcelona: McGraw-Hill.


FUKUYAMA, F. (1996). Trust. Buenos Aires-México: Atlántida. LLANO, C. (1979). Análisis de la acción directiva. México: Limusa.

——— (1990). Análisis de la acción directiva. México: Noriega.


——— (1993). El empresario y su mundo. México: McGraw-Hill.


——— (1994). El nuevo empresario en México. México: Fondo de Cultura Económica-Nacional Financiera.


——— (1997). Dilemas éticos de la empresa contemporánea, México: Fondo de Cultura Económica.


——— (2000a). La amistad en la empresa. México: Fondo de Cultura Económica- IPADE.


——— (2000b). Metamorfosis de las empresas. México: Granica–IPADE.


——— (2001). Falacias y ámbitos de la creatividad. México: Noriega-IPADE.


——— (2004). Humildad y Liderazgo. México: Ruz.


MILLER, L. (1990). El nuevo espíritu de empresario, espíritu que engrandece. México: Edamex.


PETERS, T. (2003). “¿Cómo vender?”, Suplemento Expo-Management del dirio Reforma.

México, 2-VI-2003.


SERVITJE, L. (2003). “El lado humano de la empresa”, Expomanagement. México D.F., Junio 4.



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